martes, 9 de diciembre de 2014

DE LA INFINITA TRISTEZA




Lunes de fiesta, vamos con los críos al cine que llueve mucho y estamos hasta el gorro de estar en casa. Vamos con la intención de llegar a la primera sesión de las tres y pico para evitar el aluvión de la tarde. Eso nos obliga a picotear algo en alguno de los establecimientos que supuestamente sirven comida en centro comercial. Como aquel al que vamos no es precisamente el más grande de Oviedo y alrededores, apenas hay para elegir, un McDonald, un kebab y una cervecería de la Blanca o algo así, yo con las franquicias ya me lío y además las evito como a las ex-novias, los vendedores a domicilio, los encuestadores y por el estilo. Los críos, cómo no, se tiran al McDonalds; sí, me paso la vida haciéndoles platos de todo tipo para que aprendan a comer de todo y... Ellos encantados, a mí el alma se me cae el alma a los pies. No puedo evitarlo, pienso en comida desde que me levanto, "¿hoy qué pongo, qué, cómo?". Calculo que lo hago aproximadamente las tres partes del día; el resto lo reparto entre los libros, la música, la familia, Walking Dead y cómo arreglármelas para no bajar la basura ese día. Como que lo único que veo en la tele por mi cuenta son programas de cocina, y en especial el Robin Food de David de Jorge. De hecho, para mí no es un programa de cocina, no sólo, es un verdadero "variety show" en el que no sólo hay lugar para el humor, los malabares, la crónica social y demás, sino también para esa disciplina que se quiere cargar el ministro de cultura, un tal Wert: la filosofía, y en concreto el epicureísmo de fogones. Pero no preocuparse, esta obsesión mía de pensar todo el rato en comida no se debe a ningún desarreglo físico ni psicológico padecido recientemente, ya lo hacía de chico, vamos, que lo primero que le preguntaba a mi madre nada más levantarme era a ver qué había para comer ese día; simplemente soy un tragaldabas.

En cualquier caso, siempre que acabo en un burguer de esos me ocurre lo mismo: me deprimo como un divorciado en un club de carretera. Me deprimo tanto que hasta los juguetes que regalan a los críos me parecen una variación apenas subliminal de la pederastia. Soy incapaz de entender el entusiasmo de la clientela de dichos establecimientos por eso que sus dueños venden como comida y que a mí se me hace la más perfecta y deletérea estafa a escala planetaria que se pueda concebir. Y no lo digo por el concepto en sí de la hamburguesa, los nuggets, las fried chips y demás. No, ya he reconocido que de pequeño me decían tripón, pero eso sería entonces, yo ahora me veo más bien como un sibarita de tercera, un gourmet de barbecho y así, un tripafina para los de casa. Vamos, que también me gusta una buena hamburguesa, de un dedo de grosor como mínimo, jugosa por dentro y por supuesto que perfectamente condimentada. A decir verdad, para que me guste una hamburguesa, como tantas otras cosas, tiene que ser lo más parecida a las que hacía mi madre; en realidad una albóndiga XXL aplastada con su carne de ternera de primera, su huevo, pan rallado, perejil, especias... Por no hablar de los aros de cebolla; una de mis debilidades. Pero claro, vas a una de esas franquicias donde todo parece de saldo, de plástico, donde se infantiliza al cliente a conciencia, donde lo único apetecible está en las fotos y ni por esas, vas y ves la suela de zapato que te ponen entre pan y plan, la mierda que la acompaña, ves que la gente no sólo paga por ello sino que además repite, que es feliz incluso, que se relamen como nunca antes lo hicieron con un pote asturiano, un pixín a la plancha o un chuletón a la brasa, y es entonces cuando no te queda otra que convenir con Nietzsche, siquiera por un día, que "los valores en los que hoy en día la humanidad sintetiza sus más altos deseos son valores de decadencia".... y déjate de hostias.

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