martes, 30 de diciembre de 2014

RUBIA CON LENTEJUELAS




Anoche después de confesar a la camarera rubia del vestido de lentejuelas que probablemente era la primera vez que entrábamos serenos al sótano donde trabaja. Ella que ya se notaba, que a cierta edad..., la que decía que compartíamos con ella, las cosas se ven de otra manera, vamos, que se ven tal cual, serenamente. Nada que ver con la plana mayor de la lozana clientela del local. A veces, decía ella, van tan mamados que hasta sentía lástima por ellos y entonces, cuando le pedían unos gintonics, se los preparaba con el mimo habitual pero haciendo el paripé para que creyeran que les echaba la ginebra cuando en realidad no era así. Ni qué decir que la ronda corría a cargo de la casa para asombro y satisfacción de los mochuelos. Y no sólo con estos, también nos hablaba de algún que otro solitario empedernido, a saber si naúfrago de una de esas relaciones tormentosas que fomentan la misantropía etílica como ninguna otra cosa, el cual solía hacer varias veces el mismo recorrido de un pub a otro durante la misma noche y al que tenía que convencer para que dejara de beber y se fuera a cada a dormirla porque decia haberle cogido cariño y en ese plan; ni qué decir que la misma camarera nos comentaba que el susodicho adonde iba era al pub de enfrente y santas pascuas; pero oye, por intentarlo que no quede. Y por si fuera poco, y ya en mis propias carnes, la rubia alentejuelada termina de prepararme mi copazo de café irlandés y de propina un consejo; "si luego vas a beber más, sigue con el whisky, no mezcles, ni se te ocurra... que ya tenemos una edad." Pues eso, algo más que una camarera, una amiga de ocasión, casi una asistente social, qué digo, una madre, vamos, que ni siquiera mi pareja, la cual en ese momento estaba meneando el esqueleto a unos metros de la barra, me suele dar tan sabios consejos, así que luego al día siguiente... Eso y la sensación inducida de estar de más en ese garito y a esas horas de la noche, de estarlo en cualquier sitio, como si la misma camarera nos lo hubiera afeado en función de nuestra edad y no de nuestro estado físico tirando ya a sonámbulo. Así que cuando un niñato de los presentes te empuja o te suelta un improperio a cuenta de vete a saber qué malentendido, ya no te entran ganas de resolverlo a hostias como está mandado porque lo de hablar a esas horas de la noche como que para qué, sino más bien de regañar al chico cogiéndolo de una oreja en plan profesor de los de antes porque esta juventud anda como que muy perdida y tal. 

Pues eso, que no todo van a ser camareras niñatas superbordes como las de cierto establecimiento a tomar por culo del centro y en el que la amiga V había reservado siguiendo ese pujo suyo de casi todos los años la víspera de Los Inocentes de buscar el local más cutre, donde peor se come y te tratan (conste que se te quiere igual y hasta se agradece la...). Este año ni siquiera tuvimos que sentarnos a la mesa para tener la bronca o el mosqueo de todos los años con el personal. Como que ni nos habían preparado la mesa después de reservar, que querían meternos en una fuera del comedor y casi que debajo de uno de los bafles que vertían decibelios de mugre sonora que algunos hasta se atreven a llamar música. Pero para qué iban a preparar nada si sólo éramos nueve personas a la mesa, para qué molestarse. En fin, la enésima del sector hostelero vitoriano, que vale, que bien, que hay de todo; pero, hostia, hostia, a veces es salir de casa y decirte: "¿dónde vamos a que nos maltraten?". Menos mal que sí, que hay honrosas excepciones como la rubia del vestido de lentejuelas.

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