jueves, 23 de marzo de 2017

DE PANAMÁ Y TARJETAS DE LA LABORAL




Una lonja en un primero con amplías ventanas a la calle, creo que a la Avenida donde vivía de pequeño; el sol entraba a raudales. Una hilera de pupitres dispuestos en herradura y en medio él con veinte años menos de los que se fue, el pelo negro ya en retirada y un atisbo de melenilla a las espaldas, hasta puedo recordar una camisa de rayas muy de la época con mangas cortas y un pantalón vaquero de un añil intenso, el cual probablemente tenga que ver con el que compré el pasado fin de semana en Vitoria y que estrené ayer mismo. Ah, también sostenía un libro en las manos, ahí creo recordarlo en una de las fotos que tengo de cuando le homologaron la academia y en los que cogía, más bien exhibía, uno de los libros oficiales de tecnología. De modo que estaría impartiendo clase, cosa rara porque, que yo recuerde y sobre todo que viera, eso lo hizo en muy contadas ocasiones; él siempre fue más de estar en taller y dejar la teoría a otros. Sentados detrás de los pupitres rostros de antiguos alumnos y un servidor. De repente se le oye decir.


-Los jóvenes de ahora no tenéis el arrojo que teníamos nosotros a vuestra edad. De hecho, todo lo más lejos que estáis dispuestos a alejaros de vuestra zona de confort -él jamás habría utilizado esta expresión- son setenta kilómetros. Mirad yo, acabo de llegar de Panamá de cerrar un negocio.

¿De Panamá? Que yo sepa, y por lo que respecta al continente americano, estuvo en Nicaragua, Brasil y Venezuela; nunca en Panamá. Por lo que intuyo que ahí mi subconsciente ha metido la conversación por guasap que tuve el domingo con mi primo de Caracas, en la que me decía que en breve marchaba a Panamá donde tiene sus negocios o lo que sea que hace allí. 

Entonces la cámara de mi cabeza enfoca el rostro de una de las antiguas alumnas. Una colombiana ya en la treintena, piel canela, precolombina pura, una guedeja trigueña hasta la altura de su trasero siempre ceñido en unos vaqueros, siempre a punto de cumbia, bachata y similares; en ese momento pensé en la Malinche, entre otras cosas porque ando viendo una serie donde sale ella, Cortés, Moztezuma y toda la panda. Muy rumbosa y zumbona ella, de esas mujeres que no saben dirigirse a un hombre sin iniciar un coqueteo, que haberlas haylas como tíos otro tanto. Sí, tanto como ladrona y embustera, algo patológico, si no sacaba tajada de lo que fuera y gratis, vamos, echando la mano a lo que fuera, como que había perdido el día, una conseguidora profesional. No sé qué hostias hacía en mi sueño, sobre todo cuando siempre pensé que era una de esas personas que, cuando más se acercan a ti, más motivos tienes para poner tierra de por medio; simplemente enmierdan todo lo que tocan.

Y de repente que veo una señora mayor al lado de la caja. No la que teníamos en la academia, no, sino una hipotética de cuando compartíamos piso con la peluquería de la Avenida. Así que me levanto para cobrar a la clienta, y cuando le digo el precio, ella me despliega su cartera para que escoja una tarjeta de la larga rista plastificada que ha dejado caer sobre el mostrador. 

-¡Pero si son todas de la Caja Laboral -exclamo sorprendido.
-En efecto, son todas la misma puta mierda -contesta ella.

Y ahí creo que ya me despierto, creo. Son las cuatro y algo de la mañana, no queda otro que proferir la blasfemia de rigor e intentar reconciliar el sueño hasta las siete. Ya habrá tiempo para intentar descifrar lo que todavía no sé si calificar de pesadilla o de qué- A saber en qué andará mi subconsciente, tan hijo de puta de un tiempo a esta parte. Me temo, sin embargo, y esto de lo poco que recuerdo y que ahí he transcrito, que algo tendrá que ver con la serie esa en la que sale la Malinche esa y compañía; de lo contrario ya me veo otra vez veo sacando las cosas de quicio. Y no tengo cuenta en la Laboral, ya no.

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